Ciudad de vida y muerte (Nanking! Nanking!)

Lu Chuan, 2009

Diciembre de 1937. Nanking, por entonces capital de la República China, es tomada por las tropas japonesas, en el transcurso de la Segunda Guerra Chino-Japonesa. Abandonados tras la huida de gran parte del ejército nacionalista chino, cientos de miles de soldados y civiles sufrieron el genocidio, o asesinato indiscriminado, que narra Ciudad de vida y muerte.


El rodaje de la película, de una bellísima factura pese al horror que describe, coincidió con el 70 aniversario de la masacre, que durante todo este tiempo, y una vez acaba la guerra, ha dado lugar a todo tipo de debates y conflictos diplomáticos entre ambas naciones, en lo que se refiere a datos y magnitud de la matanza. China declara más de 350.000 asesinatos entre soldados y civiles, mujeres y niños incluidos, mientras que Japón acusa a su contendiente de exagerar e incluso inventar gran parte de esos datos.

El caso es que Lu Chang, director de la película, parece querer desentenderse de tales disputas y se dedica a recrear el horror vivido en la ciudad, más allá de entrar en la disyuntiva. Y así, Ciudad de vida y muerte no tiene en ningún momento visos de panfleto, ni propaganda pro causa patria.

Es ahí donde le duele. La película es tremenda, visceral, dramática y bella. Tiene un acertado ritmo, una interpretación muy notable y una fotografía en blanco y negro rozando la excelencia. Pero sin querer ser un documental, en gran parte de la misma lo parece, y no por méritos propios, sino por la falta de intenciones argumentales de su director.

 

Echo en falta cierto posicionamiento, aunque fuese sutil, precisamente en esta película más que en otras. Una voz que diga algo, un gesto que muestre cierta pretensión partidista. Pero no, Lu Chuan parece tener claro que va a lo suyo, a ese retrato de la capacidad de maldad de la que el ser humano es potencialmente poseedor, y que a lo largo de la historia se ha venido repitiendo una y otra vez, no importando la época o el lugar.

Y digo que no se pronuncia, porque teniendo tan a mano la figura del empresario alemán John Rabe, cuya mediación en el conflicto fue clave para que la matanza no fuese incluso más allá, el director chino pasa relativamente por encima de este personaje, negándole el empaque que podría desarrollar, debido tal vez a todas las connotaciones políticas que pudiera, pero no quiere, desempolvar (John Rave, asentado en la ciudad antes de la llegada de los japoneses, negoció con éstos una zona o ghetto de seguridad donde refugiarse los civiles chinos, y exhortó a las tropas niponas a respetarla, cosa que consiguió con éxito moderado).

Puedo aceptar la pretensión de neutralidad de Chuan como una impostura personal. Desde luego si lo que pretendía era quedar bien con todos, se ha caído del columpio, pues como todo el mundo sabe esa es la mejor manera de provocar descontento por igual; a los chinos porque la película no se ensaña con el ataque japonés lo suficiente, dejando entrever algún atisbo de repulsa y arrepentimiento en su seno, y a los japoneses, porque lo están tildando de exagerado (lo que vienen haciendo hace décadas, como dije antes).

Pero una vez que acepto que no quiera mojarse el culo buscando la corrección política, tampoco me ofrece nada interesante más allá de lo puramente técnico y/o estético, dejándose en el camino una estupenda oportunidad de profundizar por ejemplo en los mecanismos que activan la violencia, la degeneración o el salvajismo del ser humano, y se limita a hacer un relato prácticamente plano en esa materia.

 

Me vino a la mente, por ejemplo y sin intención de comparación alguna, La Lista de Schindler (Steven Spielberg 1993), donde no sólo se retratan diferentes facetas del correspondiente genocidio como fueron el racismo, el fundamentalismo histórico religioso o la explotación obrera, sino que hay un interesantísimo duelo interno en la dualidad del bien y el mal del ser humano, dicotomía perfectamente marcada mediante el personaje de Amon Goeth que encarna esa maldad, y al que Spielberg se permite diseccionar mediante el bisturí que pone en manos de Oskar Schindler, ayudándonos a ver el infierno más de cerca, si cabe con ciertas pinceladas de resignado pesimismo.

Nuevamente puedo intentar admitir, si alguien me lo pide (y me lo argumenta) que Lu Chang no ha querido vagar por esos derroteros, y ha hecho el producto que buscaba. Pero en ese caso, y en todo caso, debo decir que Ciudad de vida y muerte se me antoja un bello retrato (muy bello) de la violencia genocida a la que el ser humano ha llegado ya en numerosas ocasiones a lo largo de la historia, pero un retrato más, sin otra lectura que la meramente bidimensional.