Los Puentes de Madison

Clint Eastwood, 1995

Con Los puentes de Madison, Clint Eastwood dio un giro a la línea que llevaban sus personajes protagonistas y las historias que los contenían hasta entonces, adentrándose, con maestría y precisión de cirujano, por el interior de una relación amorosa entre dos personas diferentes, de dos mundos diferentes.

Ella, Francesca Johnson, ama de casa, esposa cuarentona y madre de familia, que consigue día tras día ponerle buena cara al mal tiempo de su anodina vida de hogar. Él, Robert Kinkaid, reportero gráfico con espíritu libre, viajero perpetuo, y guardián de cada rincón del mundo en la memoria de su retina. Ambos se conocen la semana que Francesca se queda sola, cuando su marido y dos hijos se marchan cuatro días a una feria de ganado.

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La película arranca con una carta póstuma de Francesca, cuya lectura nos desvela, a la vez que a sus hijos, la aventura que tuvo con el fotógrafo. Éstos, desconocedores del episodio hasta ese momento, reaccionan de diferente manera, y poco a poco, a medida que leen y se adentran en la historia que heredan de su madre, se ven reflejados en ella, como si fuera un espejo de la verdad, y descubren el propio proceso de inestabilidad matrimonial por el que ellos mismos están pasando. De esta forma, lo que en un principio es sorpresa para la hija, y despecho para el hijo, da paso a un descubrimiento de la vulnerabilidad del matrimonio ajeno y propio, así como de la sacra institución familiar norteamericana.

Narrativamente, Eastwood nos adelanta el final de la historia: los hijos no sabían nada de la relación entre los dos protagonistas, lo que hace evidente que no acabaron juntos, y de esta forma sabemos que no abandonará a su familia, cuando más adelante se le pase esta opción por la cabeza.

Francesca es una actriz que interpreta los roles de ama de casa, esposa y madre. Pero cuando no actúa en esa función, la vemos como una amante del silencio, la paz, y el jazz, es una mujer culta, reflexiva, inteligente… es cualquier cosa menos una mujer simple, tal como le dice Robert.

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La ambientación
Eastwood dota a la cinta de un maravilloso aire bucólico que podemos respirar en cada fotograma. La luz, la vegetación, el silencio campestre solo acompañado por el rumor de los insectos. La ambientación es perfecta, no en vano, los únicos edificios altos que aparecen en la ciudad los vemos sólo reflejados en ventanales o escaparates, nunca en planos directos. Este disfraz no es más que una visión conservadora, rústica y arcaica del estamento matrimonial y familiar americano, que el director quiere transmitir.

Eastwood nos habla del prototipo de familia americana, cuestionándolo de manera directa (el viajero independiente que nunca ha tenido familia) o indirecta (esposa y madre con vocación y fe artificial, impuestas por la sociedad). Cabe destacar también la presencia de la adúltera, rompedora de la norma sagrada y por tanto repudidad por los demás, en una especie de infierno social, condenatorio por el pecado cometido, que espera a las ovejas descarriadas que osan rebelarse contra la tradición.

Los dos protagonistas que viven a ambos lados de esta línea del bien, quieren unirse, y es él quien le echa el guante, o le tiende un puente, utilizando la metáfora temática del film, para que ella lo cruce.

Francesca dice al principio que en el camino hacia ese puente (símbolo de unión, pero también de lo que dejamos atrás si lo cruzamos) hay un perro feroz amarillo, que simboliza el chismorreo popular, el qué dirán, el peligro de la exclusión, y ante el cual ella y el fotógrafo pasan rápidos sin hacerle caso, amparados por la velocidad y la protección de la furgoneta. Robert sonríe con despreocupación ante este supuesto inconveniente, pues él es ajeno a esta retorcida desviación de la condición humana, y por eso es el único que se muestra cordial con la adúltera, mujer que no le ha hecho nada, a él ni seguramente al resto del pueblo que la margina.

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Francesca encuentra en Robert todo aquello que un día soñó, y al despertar vio que no tenía. Robert es libertad, pero no solo física, sino de pensamientos, de ideales, de espíritu. Tampoco tiene prejuicios, ni se anda por las ramas, y lo demuestra preguntándole a ella con la mayor de las naturalidades si desea dejar a su marido, cuando apenas tiene confianza con ella.

Es precisamente esta pregunta la que espolea el espíritu romántico aventurero de Francesca, que dormía por efecto del somnífero familiar, y pese (o gracias) a lo brusca de su reacción, al momento la sangre le hierve, y se desnuda ante la noche, impregnándose de naturaleza y aire silvestre, puro, para a continuación proponerle a Robert un nuevo encuentro.

A partir de ahí la relación evoluciona de manera previsible hasta que llega la fatídica decisión que debe afrontar Francisca, el momento de la verdad: seguir sus impulsos viscerales, y bajarse del tren como hizo Robert en Bari, o continuar su viaje familiar con la rutina y aburrimiento como paisaje perpetuo por la ventanilla.

El final, pese a conocido de antemano, tiene una magnífica carga emotiva, bañada con el simbolismo sentimental de la lluvia, bajo la cual, a Robert no le importa mojarse por ella, por Francesca, sin ser correspondido.

Acabada la historia, Eastwood deja a sus personajes otra vez con un regusto amargo por el silencio, la hipocresía, la renuncia o incluso el dolor (Sin perdón, Un mundo perfecto, o las posteriores Mistic River o Million Dóllar Baby), personajes nunca planos, y espléndidamente interpretados. No en vano, es uno de los directores que mejor partido sabe sacar de los actores.