Llamando a las puertas del cielo

Win Wenders, 2006

El actor de westerns Howard Spence (Sam Shepard) rompe con su rutilante devenir diario y desaparece del rodaje en el que está trabajando, sin dar explicaciones a nadie.

En su escapada, que parece ser una ruptura con todo vestigio de vida actual, no tiener un rumbo fijo, sino más bien emprende un viaje a la deriva, dejándose llevar por el viento, y cortando amarras con todo aquello que pueda volver a unirle con el espacio y el tiempo en el que vive, móvil y tarjetas de crédito incluidas.

Lo primero que hace es visitar a su madre (Eva Marie Saint), a la que no se había molestado en acercarse en los últimos 30 años. Esta mujer, pese a no tener otra imagen de su hijo que la de canalla y crápula que le ha puesto la prensa por sus flirteos con el sexo, las drogas y el alcohol, lejos de guardarle reproches ni por el pasado ni por el presente, le demuestra que vive en un estado de paz interior consigo misma y le acoge con cariño. Aún más, le descubre que dejó embarazada a una de las numerosas mujeres que pasaron por su vida, y que apareció hace años preguntando por él. Es inevitable para él pararse un momento a pensar en sí mismo, hazaña probablemente nueva para él, pero ante la que irremediablemente se ha visto de morros.

El resto de la historia, que no desvelo, nos cuenta el viaje interior que Howard hace al desierto de su vacía vida, y la lucha que mantiene su instinto paternal que amenaza con despertar y decir aquí estoy, contra el decrépito y espiraloide estilo de vida que no pretende dejarle escapar sin resistencia (papel que se encarga de representar el agente de seguros Tim Roth).

Es una película de personajes, de esas que los grandes actores aprovechan para lucirse, como el propio Shepard (Black Hawk derribado-2001, Swordfish-2001) la fantástica Jessica Lange (El cabo del miedo-1991, La caja de música-1989), el propio Tim Roth (Four rooms-1995, Reservoir dogs-1992), o en menor medida Eve Marie Saint, Sarah Polley, o el eterno secundario Gabriel Mann, todos ellos brillando a gran altura.

Los espacios abiertos y desérticos, la ciudad casi vacía, y el casino resplandeciente de luces y zombis, no son unos simples decorados exteriores, sino la representación del vacío interior del protagonista, su propio mundo por dentro y por fuera. Mundo que da vueltas por su cabeza en la magnífica escena del sofá, viaje interior en el que desde la ventanilla de ese tren a dos ruedas que ha sido su vida, que por una vez se ha parado permitiéndole ver el paisaje, hace un repaso a sí mismo, y acaba viéndose como el náufrago del mundo vasto pero desolado que él mismo ha ido perfilando con sus correrías. Dos horas de película intimista, sensible a la vez que desgarradora, que suena a cuentas pendientes, a contriciones esperando, y a interrogantes que se abren y cierran sin contenido alguno en su interior. Un agridulce contraste entre la delicadeza y las bondades de los personajes femeninos y la arisca y descarriada vida de los masculinos. Un gran trabajo de Wenders a la altura de sus otras grandes obras.